Rubiela Buitrago, escritora de Contable a Contadora de Historias.

Si llevas tu infancia contigo, nunca envejecerás. 

 Tom Stoppard

«Rubiela, Rubiela», escuchaba a lo lejos que mi madre me llamaba, me pareció extraño que me llamara así, ella sabía que no me gustaba mi nombre, siempre había estado de pelea con él, por lo que usaba el diminutivo, Ruby, que para mí representaba a alguien dulce pero orgullosa, humilde pero rencorosa, disciplinada pero obsesiva, amorosa pero estricta. Me sentía agradecida con la sensatez de mi madre al ponerme este nombre y no Josefina, como pretendía mi padre. 

Nací el 19 de marzo, un Jueves Santo, el día de San José. El día que inicia la primavera en los países con estaciones, cuando el sol empieza a desperezarse luego de cuatro meses de un sueño profundo, las flores comienzan a abrir y los pájaros cantan alegremente. Mi padre, fiel a la tradición de poner a sus hijas el nombre de su santo, cuando la comadrona le informó que era una niña, de inmediato expresó su deseo de llamarme Josefina. No alcanzo a visualizar si la vida de Josefina hubiera sido diferente a la mía, siempre será un enigma por resolver.

Por ahora, centrémonos en Rubiela, quien desde que sus diminutos ojos verdes color esperanza entraron en contacto con el mundo exterior, se encontraron con una noche lluviosa y oscura; era la media noche cuando la partera, una mujer corpulenta, de manos amplias y vigorosas, la ayudó con su primer soplo de vida y su primer llanto de angustia al sentirse fuera de aquel estado ideal en el que había permanecido nueve meses atrás.

Desde aquel instante mis ojos se han abierto con timidez al mundo, siempre temerosos a traspasar aquella oscuridad, resistiéndose a esa estela de luz que siempre se asoma cuando nos arriesgamos a dar un paso firme y con convicción, para vivir realmente según el espíritu que el mundo nos propone.

Pasé mi infancia viendo a mi padre trabajar más de trece horas al día y a una madre abnegada al cuidado de sus cuatro hijos. Mi familia vivía en Bosa, un barrio al sur de la ciudad de Bogotá, en una sencilla casa propiedad de un tío de mi padre, quien les alquiló una pieza en la parte trasera de la casa, donde nos acomodamos los seis. La cocina también era pequeña, cocinábamos con estufa a gasolina, la cual escaseaba (tocaba hacer fila durante tres días para conseguir este precioso líquido, un galón que duraba para veinte días o un mes). Mi tío, junto con sus tres hijos, vivía en la parte frontal de la casa en tres amplias habitaciones.

Era principios de 1974. Mis padres habían emigrado de El Espino, en el departamento de Boyacá, y habían llegado a la capital en la pobreza más absoluta, pero con la ilusión de encontrar un futuro promisorio para su recién conformada familia. Durante tres años vivimos hacinados en aquella pieza. 

El tío Amadeo era un hombre taciturno, de estatura mediana, complexión robusta y de mirada perdida, quien trabajaba de vigilante en horario nocturno y dormía durante gran parte del día; mientras, mis hermanos y yo estábamos en plena algarabía, corriendo, riendo, saltando. Mi madre trataba infructuosamente de controlarnos para que no hiciéramos ruido y despertáramos al tío. Fuera de la casa de mi tío y de nuestros juegos infantiles, Colombia se hallaba sumida en un enorme e incierto proceso de transformación. El domingo 21 de abril de 1974 se realizaron las votaciones para elegir Presidente de la República, resultando elegido el candidato Alfonso López Michelsen, del Partido Liberal Colombiano. 

Tomado del Libro De Contable a Contadora de Historias de Rubiela Buitrago

Tomado del Libro De Contable a Contadora de Historias de Rubiela Buitrago

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